APETECER
Había perdido la cuenta de cuándo había conjugado por última vez el verbo apetecer. No podía quejarse. Su vida era plena, con un buen trabajo, un matrimonio feliz y dos hijos estupendos. Por supuesto había conocido algún que otro sinsabor, pero nunca había sido arrastrada por la furia de un disgusto, por un atisbo de locura y ni siquiera por una pizca de pasión que le infundiese algún que otro quebradero de cabeza. Nada de eso. Hasta su canario que estaba todo el día en la jaula siempre cantaba con alegría. Algo se apoderó de ella cuando se abalanzó a la jaula y la tiró al suelo. Pataleó y pataleó con la rabia de un niño pequeño hasta que se cansó. Aún así, el canario continuó con su canto. Ella, seguía con su tono uniforme de apatía.
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